El siglo XIX empezó convulso, como veíamos el otro día. Godoy, deslumbrado por un plebeyo que había llegado a emperador, todo un referente para Manolito, como le llamaba Carlos IV, había vendido su alma al diablo y se había aliado con el corso y puesto a su disposición las tropas, territorios y armada española. Ésta ya no era lo que había sido, pero en ella prestaban sus servicios por aquella época alguno de los mejores marinos de la historia de España. Y todos tuvieron que ponerse al servicio del inepto de Villeneuve, a quién se le encomendó el mando de la escuadra convinada que había de derrotar a la armada inglesa, dentro de la guerra mundial que libraban Napoleón y la pérfida Albión. Trafalgar, 21 de octubre de 1805, no digo más. Una de las mayores estupideces cometidas por gobernantes españoles. Que han cometido muchas, pero esta le costó la vida a varios cientos de soldados, así como a esos marinos que lucharon heróicamente por lo que creían que era su deber. Sobrecoge aún hoy visitar el Panteón de Marinos Ilustres, en San Fernando (Cádiz), donde reposan los restos de muchos de ellos: Cosme de Churruca, Luis Pérez del Camino Llarena, Dionisio Alcalá Galiano, Frnacisco Alcedo y Bustamante, Federico Gravina y Nápoli. Y tantos otros cuya tumba es la inmensidad oceánica y un leve recuerdo. Eso sí, nos quedó la honrilla de que un arcabucero español le metió dos o tres plomos a Nelson, llevándoselo por delante. Triste satisfacción, la muerte de un hombre.
Pero Godoy seguía convencido de que cerca de Napoleón podían caerle algunas migajas. Y por eso siguió dándole todo tipo de facilidades y apoyo logístico y militar. Cuando Portugal se negó a secundar el bloqueo continental decretado por Napoleón contra sus archienemigos ingleses ante la imposibilidad de invadirla (precisamente por haber perdido el imprescindible apoyo naval en Trafalgar), Godoy se apresuró a firmar el Tratado de Fontainebleau, para permitir el paso de la Grande Armée por suelo español, en teoría de paso hacia Portugal. El año 1808 comenzó con la penetración en España de este ejército, supuestamente aliado y sólo de paso. Sin embargo, las tropas francesas comenzaron a hacer cosas raras: tomaron algunas ciudades, exigiendo acuartelarse en ellas y trataron a la población con una rudeza impropia de un aliado. Entraron también en Madrid, además de otras ciudades que no estaban en la ruta más corta hacia su objetivo. Los ánimos empezaron a caldearse. La población, harta de abusos y carestías, harta de la errática política de Godoy, soliviantada por los enemigos de éste, una nobleza envidiosa de este arribista que los había desplazado y un clero temeroso de perder privilegios, terminó amotinándose, exigiendo la destitución de Godoy. Y su cabeza. Y sus tripas, que cuando el pueblo se viene arriba ya se sabe. Y lo mejor de todo, Fernando VII, entonces Príncipe de Asturias, cansado de esperar su turno, encabezó esta sublevación para quitarle el trono a su padre. De esta manera, el 19 de marzo de 1808, durante el motín de Aranjuez, cayó el gobierno de Godoy, que salvó la cabeza y las tripas huyendo por los tejados de su palacio, así como el trono de Carlos IV. Lo que ocurrió en las semanas siguientes fue bastante patético. Carlos IV pidió ayuda a Napoleón para recuperar el trono que su hijo le había arrebatado. Fernando VII, por su parte, comunicó a Napoleón que ahora el rey era él. Napoleón debió entonces convencerse de que sus planes iban a resultar más fáciles de lo que esperaba. Los llamó a los dos a Bayona y allí, entre amenazas y promesas, entre lloriqueos monárquicos y pataletas reales, ambos abdicaron en Napoleón, quien le entregó la corona a su hermano, José Bonaparte, José I para los libros de historia y Pepe Botella para los panfletos de las tabernas de la época. Mientras tanto, en España, el pueblo de Madrid intentó impedir que el resto de la Familia Real también fuera "secuestrada" por los franceses. Era el 2 de mayo. Ese día y esa noche, los franceses dejaron claro que no venían como aliados.
José I no es borbón, así que no voy a pararme en el que habría sido un buen rey si le hubieran dejado reinar. Parafraseando al Mio Cid, podría decirse de él que hubiera sido buen señor si hubiera tenido buenos vasallos. Pero sus vasallos no dejaron de machacarlo vivo. No reinó sobre más territorio que el que pisaban sus pies en cada momento. Su trono sólo se mantuvo sujeto por tropas de su hermano, que en cuanto se despistaban eran acuchilladas, abrasadas, golpeadas, apedreadas y escupidas por cualquier andrajoso al borde de cualquier camino. Muchos debieron volver a Francia con estrés postraumático, pero este estrés no se había inventado todavía.
El caso es que a Napoleón los españoles de la época le tocaron las narices y mucho, así que decidió llevarse a sus soldaditos a otra parte y dejar a su hermano sin trono. Se presentó en Valençay, donde Fernando VII había pasado la guerra preso en un lujoso palacio y sin intención de escapar, y le devolvió el trono, con la misma facilidad con la que se lo había quitado seis años antes.
Acto seguido Fernando preparó sus cosas y se vino para España. Su objetivo era llegar a Madrid y tomar posesión de su recién devuelto trono, pero las cosas por aquí no estaban igual que cuando se había marchado. Durante la guerra, además de matar gabachos, los españoles se habían dedicado a celebrar Cortes y aprobar nada menos que una Constitución, invento maligno de los mismísimos franchutes y de la escoria de Europa arremolinada en las antiguas colonias inglesas del norte de América. Pero sí, había ahora una Constitución que limitaba bastante los poderes que tenía el rey unos años antes y Fernando no estaba por la labor de aceptar semejante humillación. Así que se hizo querer y los españoles, pensando que más valía malo conocido que bueno por conocer, que el refranero siempre ha sido la perdición de este país, empezaron a gritar vivas a las cadenas. Para qué demonios hacía falta tanta libertad si lo único que había traído era guerra y muerte.
Calculadas las fuerzas y las posibilidades de éxito, Fernando, lejos de jurar la Constitución que se encontró, prefirió quitarla de en medio del tiempo, como si nunca hubiera existido, como decía el Decreto con que la derogó. No obstante, los liberales tampoco estaban por la labor de renunciar a las libertades tan levemente acariciadas. Así que el reinado de Fernando VII fue un tira y afloja entre unos y otros. Que si se subleva Riego y soy el más constitucionalista del mundo (marchemos francamente y yo el primero, por la senda constitucional), que si llamo a la Santa Alianza para que me invada y me devuelva mis poderes, que si Cien Mil Hijos de San Luis (no eran tantos, pero el número ya asustaba), que si meto en la carcel a quien me critique y fusilo a quien haga propaganda en mi nombre. En fin, un reinado muy cansado.
Mientras tanto, Fernando iba cumpliendo años y acumulando esposas (sucesivamente, se entiende) pero la descendencia no llegaba. Si no ocurría un milagro, el heredero de Fernando sería su hermano, el infante don Carlos María Isidro. Al final lo que ocurrió fue medio milagro, porque Fernando logró la esperada descendencia, pero en forma de dos niñas. Preciosas y gorditas, pero niñas. El problema estaba en que los borbones, un siglo antes, habían sustituido el derecho sucesorio tradicional del reino de Castilla, en el que simplemente se prefiere el varón a la mujer, pero ésta puede reinar a falta de varón con mejor derecho, por el derecho sucesorio francés de los borbones y su ley sálica, que impedía definitivamente a las mujeres reinar. Y entonces es cuando intervino madre coraje. La cuarta esposa del rey Fernando VII, su sobrina Mª Cristina de Borbón, que no estaba dispuesta a que reinara su cuñado en vez de su hija. Así que alrededor del ya mayorcete y enfermo rey se desató una verdadera guerra político-jurídico-sucesoria para lograr que el rey derogara o mantuviera en vigor la famosa ley sálica. Finalmente la derogó y poco después se murió.
Rápidamente su hija mayor, Isabel, con sólo 3 añitos, fue coronada reina. Pero su tito Carlos, durante toda su vida Príncipe de Asturias y heredero de su hermano, no estaba dispuesto a que la mocosa le quitara su trono. Consideró nula la derogación de la ley sálica y por tanto se consideró el rey legítimo, proclamado como tal por sus seguidores y partidarios. Dos reyes y ninguno dispuesto a renunciar (bueno, Isabel no creo que opinara mucho, pero su madre, la reina regente, no estaba dispuesta a renunciar). Solución: guerra. La llamaron guerra "carlista", por la pretensión de don Carlos de hacerse con el trono. Otra guerrita. Bonita manera de empezar el reinado de una niña...