13 agosto 2014

Reyes borbónicos. El siglo XIX (tercera parte) e inicio del XX. La Restauración.

La experiencia democrático-revolucionaria terminó con un general, Manuel Pavía, disolviendo las Cortes republicanas por la fuerza para entregarle el poder a otro general, Francisco Serrano, derrocado a su vez por otro general, Arsenio Martínez Campos, un año después. A los pocos días llegaba a España desde Inglaterra el hijo de Isabel II, Alfonso XII. A nadie sorprendió esta rapidez, puesto que la restauración de la dinastía borbónica venía siendo preparada por un inteligente, hábil y experimentado político andaluz, Antonio Cánovas del Castillo, a lo largo de todo el sexenio revolucionario. En ese tiempo, su estrategia fue dejar hacer, sabiendo que España pretendía convertirse en una democracia sin demócratas y luego en una república sin republicanos. Dejar hacer, dejar que el caos conquistara las calles, el parlamento y el gobierno. Esperar que el pueblo añorara el gobierno borbónico, deseara recuperar la tradición y la estabilidad, aunque tampoco es que el reinado de Isabel hubiera sido un mar de serenidad. Pero ahora se recordaba como un tiempo pacífico.
El caso es que Alfonso XII aceptó desempañar el papel que le ofrecía Cánovas, el de rey que reina pero no gobierna. La nueva Constitución, aprobada en 1876, le otorgaba aún amplios poderes, pero Alfonso XII prefirió no ejercerlos y dejar la política en manos de los políticos. Su esposa cuando actuó como regente siguió esa misma actitud, pero su hijo quiso hacer las cosas a su manera. Así le fue... Su padre, como decía, dejó la política para los políticos y se dedicó a otros asuntos más importantes: enamorar a su prima, a una princesa alemana y a unas cuantas señoras y señoritas. 
Otra pieza clave en aquel sistema fue la alternancia en el gobierno de los dos partidos liberales, ahora denominados conservador y liberal. A diferencia del reinado de Isabel II, ahora había más opciones políticas, aparte del liberalismo. Así pues, los liberales tuvieron que dejar de pelearse entre ellos y empezar a colaborar, si no querían verse fuera del poder. Práxedes Mateo Sagasta se hizo cargo del Partido Liberal y jugó a la alternancia con los conservadores de Cánovas. El sistema era democrático y funcionaba con tanta perfección que periódicamente cambiaba el gobierno y la mayoría parlamentaria. Los caciques tenían mucho que ver con eso, como brazos ejecutores de la corrupción electoral que todo lo inundaba. El rey miraba a otra parte. Todo funcionaba, mejor no meneallo.
Todo iba sobre ruedas. La monarquía estaba bien asentada con este andamiaje montado por Cánovas. La melodramática muerte de la Reina María de las Mercedes y el nuevo matrimonio por razón de Estado del lozano Alfonso añadió un toque de romanticismo al que era dificil resistirse. Todo iba bien, hasta que el rey enfermó. La tuberculosis fue comiéndose sus pulmones y acabó con su vida sin llegar a saber el sexo del hijo que esperaba. Hasta ahora todo eran mujeres. Si nacía niño, el trono era suyo. Pasados los meses de interregno, la naturaleza siguió su curso y nació la criatura. Era niño. Su hermana mayor tuvo algo más que celos del hermanito, es de suponer.
Hasta 16 años después, cuando fue declarado mayor de edad, su madre María Cristina de Habsburgo ejerció la regencia de la misma manera que había hecho su esposo, dejando que los políticos hicieran política. Hasta 1897, cuando Cánovas murió asesinado por un anarquista, siendo el segundo presidente del gobierno muerto en el ejercicio del poder, tras Prim. Al año siguiente, la pérdida de las últimas colonias en la desastrosa y humillante guerra declarada por EEUU en apoyo de los revolucionarios cubanos y filipinos supuso un duro golpe para la moral del país. Al poco, en 1902, moría también, de muerte natural, Sagasta. Ese mismo año Alfonso XII era declarado mayor de edad y accedía al trono. Se estaba produciendo un importante cambio generacional, pero los nuevos protagonistas pretendieron que todo siguiera igual.
Pero ya nada fue igual. Ni Antonio Maura, ni Eduardo Dato, ni José Canalejas pudieron mantener el funcionamiento de las estructuras creadas en el periodo anterior. Cada vez costaba más mantener el turno de gobierno: más dinero para comprar votos, más muertos en las luchas de partido y sociales, etc. Los anarquistas golpeaban duro a la burguesía, la Iglesia, el Estado y todo lo que se opusiera al Ideal. Canalejas en 1912 y Dato en 1921 fueron el tercer y cuarto presidente de gobierno asesinados en el cargo.
Los militares habían abandonado su tradición intervencionista y golpista, a cambio de que el gobierno no se metiera en los cuartos de banderas. Pero cada vez eran más los que pensaban que algo tendrían que hacer para evitar que España se rompiera, se descompusiera, se hundiera. Hasta que finalmente uno de ellos, Miguel Primo de Rivera, se decidió y dio el golpe. Nadie se preocupó de salvar un sistema en el que nadie quería. La Constitución de 1876 fue suspendida. Era el año 1923, por lo que había estado vigente, más o menos, casi 50 años. De momento la que más tiempo lo ha estado. Posiblemente el secreto de su éxito fuera que nadie le hizo caso, pero eso es otra historia.
El rey apoyó entusiasmado el golpe. Pensó que ahora su monarquía podría volver a ser lo que siempre debió ser, una monarquía fuerte, con poder y con capacidad de decisión. Primo, sin embargo, tenía otros planes para el rey. Dejarlo a un lado y utilizarlo para inauguraciones y actos de tipo lúdico-festivo-honorífico.
Al final Primo de Rivera también cayó. Alfonso XIII intentó pilotar el paso de la dictadura al restablecimiento de la Constitución y el parlamentarismo, pasando por una dictablanda presidida primero por el incompetente Dámaso Berenguer y luego por Juan Bautista Aznar, que se prolongaba más meses de los que la paciencia de los españoles podía soportar. El plan trazado consistía en celebrar primero unas inocentes elecciones municipales y luego las generales, cuando los mecanismos caciquiles estuvieran bien engrasados de nuevo. 
La cosa no salió como esperaban. En las grandes ciudades, fuera del alcance de los caciques, ganaron las candidaturas republicanas. Todo el mundo interpretó aquello como una manifestación de apoyo a la República. Dos días después de aquellas elecciones, el 14 de abril de 1931, manifestaciones populares por todo el país proclamaron pacíficamente la II República. Los líderes de los partidos republicanos formaron un gobierno provisional y el rey, para evitar males mayores, decidió marcharse del país. 63 años después de la expulsión de su abuela, otro borbón salía defenestrado por la ventana de la Historia. Muchos años después un político español dijo que cuando a los borbones se los saca por la ventana, terminan entrando por la puerta. Esta vez les costó un poco más de tiempo y esfuerzo, pero terminaron entrando.

12 agosto 2014

Reyes borbónicos. El siglo XIX (Segunda parte). Isabel II.

El reinado comenzó, pues, con una guerra. La primera guerra civil de la historia contemporánea de España, aunque no la primera guerra, como hemos visto. Dado que la reina era una niña, su madre se hizo cargo de la regencia. Ella, hija y esposa de reyes aún absolutos, hubiera preferido gobernar con plenos poderes, pero quienes estaban dispuestos a otorgárselos se habían aliado con su archienemigo y cuñado, Carlos María Isidro. Así que no tuvo más remedio que apoyarse en quienes querían limitarle los poderes a la monarquía, los liberales. Poco a poco fue introduciéndolos en su gobierno, aunque prefiriendo a los menos liberales, más conservadores. Por decirlo así, los liberales más cercanos al absolutismo. Por eso, una vez ganada la guerra, los liberales más liberales buscaron el apoyo del general que la había ganado y le ofrecieron el liderazgo y el gobierno. Baldomero Espartero aceptó ambos encantados y encabezó un golpe de estado, que tampoco era el primero ni sería el último de la convulsa historia española, para expulsar a María Cristina de la regencia y ocuparla él mismo. Corría el año 1840 y la reina tenía sólo 10 años.
Una vez en el poder, Espartero se propuso imponer la libertad en España. Imponerla como fuera, incluso a cañonazos, como cuando bombardeó Barcelona para acabar con las protestas contra el arancel que quería eliminar para favorecer la competencia, aunque eso arruinara a los industriales textiles catalanes. Acostumbrado a ordenar y mandar en los cuarteles, quiso ordenar y mandar en toda España. Y poco a poco fue perdiendo apoyos, incluso de los que se suponía que lideraba, los liberales más liberales.
Otros generales, principalmente Narváez, aceptaron la petición de los liberales no tan liberales, que ya empezaban a denominarse como moderados, para acabar con la tiranía esparterista. Un nuevo golpe de Estado, una nueva caída de gobierno y, ¿un nuevo regente? La reina, en el año 1843 en que se produjeron estos acontecimientos, tenía 13 años. Esa edad parecía poco apropiada para presidir un consejo de ministros, pero con 13 años, en apenas tres más sería declarada mayor de edad y el nuevo regente dejaría de serlo y estaría apartado del poder. Y los planes de Narváez daban para más de tres años. Mejor declararla mayor de edad ahora y cuando la reina se viera incapaz de tomar una decisión, estar a su lado para asesorarla y, claro, decidir por ella.
Así pues, con 13 años, Isabel fue declarada mayor de edad y reina efectiva de España. Su gobierno estaría presidido por el general Ramón María Narváez, el "espadón de Loja". Inició entonces un ambicioso programa de reformas, que debía convertir España en un estado liberal, pero con moderación, donde la libertad se compaginara de forma natural con el orden y la autoridad. La Guardia Civil, cuerpo por él creado en 1844, intentaba reflejar ese ideal.
En el ámbito político, decidió aprobar una nueva Constitución, cosa que hicieron las Cortes en 1845. Durante la regencia de María Cristina se había aprobado un Estatuto Real, en 1834, básicamente para atraer a los liberales con promesas vagas de unas futuras Cortes. En 1837, como esas promesas no terminaban de confirmarse, la reina regente se había visto obligada a aprobar una Constitución, entre el humo de los primeros conventos e iglesias que ardieron en España, los tiros de los descontrolados y las bayonetas de los militares impacientes. Además, en ese momento gobernaban fugazmente los progresistas, que hicieron efímeras pero profundas reformas: la desamortización de Mendizábal o esta Constitución son buenos ejemplos de ello. Una Constitución avanzada para la época, que eliminaba aspectos revolucionarios de la del 12, pero asentaba los principios progresistas, con algunas concesiones a los moderados. En 1845, con los moderados firmemente consolidados en el poder, la Constitución no tenía concesión alguna. La monarquía recortaba sus poderes, pero seguía siendo una institución fuerte. Junto a esta Constitución se puso en marcha toda otra obra legislativa que pretendía introducir a España en la senda de la Codificación, con algunas realizaciones y otros proyectos. Todo un programa de reformas que ciertamente cambiaron el sistema político de España, aunque la economía seguía siendo agrícola (con una burguesía tendente a la terrateniencia y abandonando otros proyectos comerciales o industriales que hacían progresar a otras naciones europeas) y la sociedad, en la que ya todos eran iguales ante la ley, seguía anclada en un clasicismo que prácticamente era estamental.
Diez años ejerció Narváez, directa o indirectamente, el poder, hasta que los progresistas, hartos de quedar fuera del juego del poder, decidieron recuperarlo de la única manera que podían hacerlo en aquel reinado, por la fuerza. Espartero fue sacado de su retiro logroñés para encabezar un nuevo gobierno en el que el verdadero hombre fuerte era otro general, Leopoldo O'Donnell. O'Donnell era un exmoderado, que como no podían destacar por encima de Narváez, decidió cambiar de bando liberal, algo bastante frecuente en el XIX, para apoyar este golpe, aunque desde su nuevo partido, la Unión Liberal. Fue por tanto un gobierno de alianzas y equilibrios, de apariencias y complejidades. Nuevo impulso progresista, con una nueva ley desamortizadora, impulsada por el ministro Pascual Madoz, y nuevo proyecto de Constitución, que no llegó a nacer. No tuvo tiempo porque en dos años, O'Donnell se había cansado de equilibrios y buscó cualquier excusa para que la reina pudiera retirar el apoyo forzado que había prestado a estos liberales y pudiera entregarle a él el poder en exclusiva.
Dueño absoluto del poder, O'Donnell pensó que la mejor manera de que los españoles dejaran de matarse y pelearse entre sí era que mataran y pelearan con otras naciones. Así que mandó al ejército, con el apoyo entusiasta de población, militares y políticos, nostálgicos del imperio perdido por Fernando VII, el "rey felón" a estas alturas, por esos mundos de Dios, a engrandecer el honor español frente al sultán de Marruecos, siempre regateando en los tratos comerciales, al emperador de México, morosillo él con diversos países europeos, o la mismísima Conchinchina. Mientras estaban pendientes de la Conchinchina, los españoles se olvidarían un poco de su gobierno. Aún no se había inventado el fútbol. El caso es que en estas operaciones empezaba a destacar un nuevo general, Juan Prim, que adquirió una popularidad sólo igualada en nuestros tiempos por los astros balompédicos. Tanta popularidad, debió pensar Prim, debería servir para algo más que para ondear en lo alto de un mástil.
Pero todo pasa y hasta la reina Isabel se cansó de tanta campaña. Y dejó de poder pagarlas. Así que O'Donnell se quedó sin argumento para seguir gobernando. La reina, una vez más, confió en sus moderados, a quienes entregó de nuevo el poder en 1863. Narváez una vez más movía los hilos del gobierno de España. Y esta vez no se los iban a arrebatar tan fácilmente. Endureció su gobierno, persiguió a sus enemigos, hasta que estos tuvieron que marcharse del país para defender su pellejo. Eso o intentar derribar militarmente al gobierno, único recurso político eficaz para los progresistas. Éstos, ya liderados por Prim, habían decidido unirse a otros descontentos, demócratas y hasta republicanos, para acabar no ya con el gobierno de Isabel II, sino hasta con la propia Isabel II, que cada vez que tenía oportunidad bloqueaba la llegada al poder de los progresistas. En la ciudad belga de Ostende firmaron un pacto en el que se comprometían a actuar juntos para derrocar a la reina. Lo que se hiciera después ya se vería. Lo importante ahora era derrocar a la reina. 
Los últimos años del reinado de Isabel fueron de endurecimiento del gobierno cada vez que había una nueva intentona. Y éstas no faltaron, cada año. La represión era durísima y el gobierno no dudaba en dictar y ejecutar decenas de sentencias de muerte tras cada nuevo asalto. Pero estos no cesaban, hasta que finalmente, el de septiembre de 1868 alcanzó su objetivo. La reina intentó una tímida resistencia, pero ante la realidad militar de los hechos, no tuvo más remedio que tomar un tren desde su veraneo en las vascongadas y marchar precipitadamente a Francia. Se iniciaba un periodo, que duraría seis años, liderado por Prim hasta que le descerrajaron tres tiros. Un gobierno provisional (con nueva Constitución en 1869), una monarquía extraña, la de Amadeo de Saboya, el primero de su nombre y una explosiva I República es todo lo que hizo falta para que el pueblo que había echado a patadas a la monarquía borbónica, la recordara ahora y suspirara por ella y su retorno, que no tardaría en producirse.